En la vida tendemos a preocuparnos de las cosas menos relevantes, de la cantidad de amigos que tenemos para planificar un fin de semana, del dinero para comprarnos la mejor casa, de la cantidad de experiencias, viajes que realizamos, pero al final, llega un momento cumbre en el que somos capaces de ver que lo revelador está muy lejos de todo esto. No importa cuántos viajes hagas si no eres capaz de recordar sin ver fotos, si no puedes sentir nuevamente el olor de una ciudad, trasladarte nuevamente a ese instante y volver a sonreír. No vale la pena viajar por viajar si no puedes disfrutarlo después como si estuvieras allí con la misma ilusión que la primera vez.
Y es que cuando viajamos de verdad, se percibe esa sensación tres veces. La primera cuando lo organizas, la segunda cuando lo aprovechas y la tercera, cuando lo recuerdas. Así quiero que sea el viaje de mi vida, superar el límite de gigas de mi memoria, todo lleno de instantes maravillosos, hacer el tonto todo lo que pueda y reírme de mis tropiezos. Porque como todas las vacaciones, el tiempo pasa rápido cuando lo disfrutas, pero sus horas se saborean el doble, sus minutos se sienten el triple y sus segundos… sus segundos se recuerdan eternamente. Déjate llevar como si cada día fuera el primer día de esa ansiada travesía, levantarte con los nervios por no perder ese vuelo y, sobre todo, deja que te recuerden en su memoria como esa instantánea bonita, imposible de olvidar.
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