Como una pluma, deslizamos nuestra tinta para escribir nuestra historia. Como ese cuaderno nuevo que recién estrenamos el primer día de colegio, sus blancas hojas se vuelcan hacia nosotros como ilusión y empezamos a escribir en él con amor, con cariño, poniendo esmero y llega un primer borrón. Esa tinta con la que dejamos marcada esa página, una mancha que deja su huella en las posteriores. Sin embargo, intentamos reparar el error, el despiste y a medida que avanzan los días, nuestra letra deja de ser tan bonita, los colores dejan de tener importancia y prima que esos apuntes estén escritos, mejor o peor. Sin embargo, nos olvidamos que la calidad de lo que escribimos es lo que realmente hará que merezca la pena que otros lean nuestra historia.
Así como aquel diario que según avanzan los días cuesta más
escribir, avanza también nuestro camino hacia el principio de este fin. Un día
te das cuenta de que los folios están llenos de tachones, el café se vertió una noche, la tinta traspasó
hasta la tapa y aunque quieras usar un típex, lo hagas como lo hagas, el daño
ya está hecho. Avanzando hasta tu última página, la muerte se presentará como
esa tinta que se disuelve entre el agua de quienes la observan.
Y si esto es cierto que ha de llegar, trata de cuidar
siempre los detalles, porque las manchas si se borran, dejan huella hasta el
final.
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