Tendemos a pensar que en la vida todo se puede cuantificar, contar… Damos un valor a lo material, el precio de una casa, de una boda, el coste de tener un hijo, lo que vale un marco de fotos… Cuando en realidad no es eso lo que se debe cuantificar, lo que tiene valor, sino lo que representa para cada uno, el sentido que tiene para uno mismo el momento o recuerdo de lo que esa imagen te trae.
Así, la ilusión o la ausencia de sentido a tu vida no se
puede medir, no se puede cuantificar, nadie lo puede llegar a entender mejor
que el que lo vive y siente. Del mismo modo que no podemos determinar cuánto
vale pi, cuál es el número más grande o cuantas gotas de lluvia han caído.
Porque lo que realmente se debería calcular, es el valor de tener un hogar, de
tener una persona cerca, de tener amigos.
Y los amigos, como tu compañer@ de viaje o la familia, no es
cuestión de tenerlos, sino de sentirlos cuándo realmente hacen falta. Y tener
este privilegio, esto si que no se puede medir.
Así nos encontramos a veces cómo si fuéramos esa presa que se va llenando poco a poco hasta que la gota más pequeña nos desborda y es capaz de arrasar a su paso con aquel pueblo del valle, inundando todo por doquier, rompiendo un hogar, destrozando la vida de quien creyó estar a salvo. Así como si una bomba cayese en plena noche, te despiertas de pronto, desorientada, sin saber hacia donde huir. Si bien, nadie podrá medir ni cuantificar el daño, la pérdida, el cambio o la destrucción que eso conlleva. Sólo Dios sabe el tiempo que necesitarás para volver a recomponer todo.
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