Nacemos de la ilusión de crear un hogar; una familia... y como si de una casa nueva se tratase; así surgimos de la nada. Ante un solar inhabitado, ponemos nuestra semilla en manos del destino y confiamos en que poco a poco ese terreno se irá convirtiendo en la casa de nuestros sueños. Nos venden una imagen de postal, con su jardín, su piscina... e inmediatamente nos convencemos de que tenemos que aportar esa señal.
Una vez entregado el dinero, comienza el proceso de construcción, y a medida que pasan las semanas, como si ante una ecografía estuviéramos, vamos revisando cómo se va formado la estructura desde los primeros cimientos hasta el tejado y una vez finalizada la fachada, entramos en los pequeños detalles. Esos detalles que imaginamos serán perfectos y que si ya podemos ver en 3D mucho mejor.
Así pasan los meses hasta que toca salir de cuentas y, es en ese momento, en el que firmamos las escrituras y nos dan nuestra preciada casa, en el que toca decidir de qué hipoteca se trata. Hay que tener en cuenta que esta hipoteca tendrá una larga duración y que el tipo que elijamos será el que nos marque nuestra cuenta bancaria a final de mes: fija o variable.
Si bien ninguna de las dos opciones nos convence, es lógico elegir el tipo variable para experimentar, conocer cosas nuevas, reconvertirnos en lo que seremos el día de mañana y tal vez encontrar algo mejor. El problema viene cuando el variable alcanza su máximo y nos damos cuenta de que nos estamos perjudicando hasta el punto de que el tipo fijo nos parece la mejor opción; si es que aún podemos cambiarlo.
Del mismo modo, así nos convertimos en esa hipoteca variable cada mes que nos permite autocrearnos y si algo sale mal, mejor volver a lo malo conocido que lo bueno por conocer; pero si sale bien, habremos hecho de nosotros mismos nuestra mejor inversión.
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